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La herida



I

La herida.

¿Quieres conocerme?
Pregúntame quién soy,
y en la debilidad de mi respuesta
hallarás la tuya.

Sé que debí haberte hecho daño
pero no sé cómo lo recuerdo.

Estás en medio de la niebla
y creo verte,
de espaldas con un abrigo largo y capucha,
pero es imposible
demasiado gris en la noche,
demasiado borroso
vago
aquel recuerdo.

Sé que nos hemos hecho daño
porque aún duele.

Se cae siempre la postilla
y aunque el frío oculte la verdad de la piel
el sol del verano traerá las marcas de la herida.




II

Un sillar.

Sus manos hoy me recordaron a las de mi madre. Me agarraron fuerte, casi con desesperación, como ella hacía para pedir perdón, avergonzada, temblorosa. Abrí los ojos entonces para escuchar la respiración de su sueño, y me concentré en la relajación de sus músculos y articulaciones. Separar cuerpo y tiempo el padre del hijo. Pensamiento.

Se agitó la oscuridad con un sola chispa. Imperceptible, sutil, fugaz, dolorosa. Vuelve aquel lamento infantil vagabundo de mis recuerdos. Y vuelve la desorientación, la fatiga dentro del laberinto. Rojo, casi negro.

Llovía cada vez más cerca. Imaginé levantar un muro con fisuras para aprender a sellarlas; soltar lastre y comenzar a construir el vacío.




III

Soñé que te habías ocupado de las plantas. Estaban ordenadas, limpias, la tierra húmeda, había espacio entre las macetas. Me desperté con cierto optimismo, y levanté la persiana. Y las plantas estaban como los últimos días, dejadas. Volví a sentir ese peso en las muñecas, esa carga del atropello de las circunstancias, de los recuerdos.




IV

Aquella imagen se extendió como una raíz sedienta, poderosa y violenta. Sintió una enorme sacudida, vio su corazón y le dolieron sus latidos. Se acordó de la tierra mojada de un jardín en ruinas, de las lombrices y las babosas después de la lluvia. Recordó la tensión de la piel de una salamandra presionada por una rama rota. Resistencia, rotura y secreción de vísceras y humores. Humor negro. 
                                                                                                                                   (La elipse)




V

- ¿Cómo estás? Le preguntó el padre.
El hijo estuvo días, semanas, meses, años pensando la repuesta.
Un día el padre murió, se pudrió, y algún tiempo después su cuerpo solo fue un montón de huesos enterrados. Y después de más tiempo, fue tierra.
Por aquel entonces el hijo apenas era un trozo de carne descompuesta pegada a una costilla, y, siendo así, logró responder con una sonrisa.
- Padre, ahora estoy mejor.


























VI

He podido entrar en la casa de una sola puerta.
La puerta es un espejo.
Desde dentro miro la puerta
 y puedo ver la casa entera.
En mi mano veo una piedra en el espejo,
la tiro contra mi cuerpo.
¿Cae la piedra al suelo antes que los fragmentos rotos del espejo?
Ya no puedo ver la casa desde dentro.
Miro uno de los fragmentos que recojo del suelo
y lo giro buscando algún reflejo de la puerta.
No encuentro ni entrada ni salida.

Estoy dentro de una casa que no veo.





VII

Y el dolor,
de qué sustancia infinita está hecho que siempre vuelve y nunca se ha ido.

Hoy el día huele al deseo de acercarse al mar por un acantilado entre la humedad y el aire gris, llegar al borde empujado por el viento y celebrar el vértigo o la muerte.


Es solo el olfato y la fantasía.





VIII

Pienso en las paredes del pasillo cerrarse hacia el centro como efecto contrario a la expansión de las ondas superficiales de un estanque,

lentamente
hacia el cuerpo,
fuerza y movimiento, sufrir inmóvil,
lento crujir de huesos
estrechez de los órganos

hasta quedar sostenido por las paredes
el cuerpo
roto.

Y después de la lentitud mortal,
avanzar





IX

Escribiré un relato sobre esto cuando reúna otras palabras y sepa hacerlo.


Su espalada contra la pared guardaba la cara del hombre que el tiempo y la distancia habían ocultado.
La mía, desprotegida, se erguía con su nueva asimetría.
Su mano sujetaba el hierro
y la mía presionaba su pecho;

así estábamos unidos.


Un recuerdo,
qué abstractas las emociones que necesitan palabras.

La ira, la contención, el miedo, el perdón, el deseo y la venganza, la capacidad de matar, la debilidad, el descubrimiento y la confesión, la responsabilidad, la obediencia, la traición, la cuerda, sus nudos, y su rotura, los brazos fuertes, la caída del árbol, las lombrices en la tierra y el tacto frío y oscuro de una rata muerta en unas escaleras de piedra.


























X


Un hombre y una mujer socorren a su hijo en su lecho de muerte.
Hijo, te mueres, te estás muriendo, te nos mueres... ¡estás muriendo! ¿por qué mueres? ¿por qué estás muriendo? ¿es de culpa?
Al hijo le pesaba tanto que ya no podía casi respirar. Se asfixiaba. Difícil situación para elegir las últimas palabras. Pero aún así, lo entendió al fin, por sí mismo, sufriendo, con dolor, como se había imaginado que sería.
Madre.
Padre.
Muero.
Vivir ha sido estar muriendo. Cargar con la culpa fue soportable en la ignorancia. El peso habitó mi cuerpo de repente, en algún momento de luz. Tomó la forma invisible de la culpa. Y me culpé y me culpé y me culpé, y anduve y corrí cansado siempre en una carrera contra lo desconocido, contra mí. Hasta aquí y ahora. Que ya no habrá peso.